El mundo
estaba inmerso en una gran revolución tecnológica, sobre todo en el ámbito de
las comunicaciones, que ha modificado sustancialmente todo nuestro entorno. Si
a esto sumamos la globalización, la crisis económica y ahora la pandemia, nos
encontramos ante un futuro que se nos presenta con negros nubarrones.
Durante
la primera ola de la pandemia, porque parece que ya estamos inmersos en el
inicio de la segunda, en nuestro país, desde nuestros balcones, aplaudimos a
los sanitarios, a los policías, a los militares y a otros colectivos, todos
ellos merecedores de este reconocimiento y de muchos más. Pero nadie ha
aplaudido, o siquiera nos hemos acordado de un colectivo profesional que ha
estado ahí, al “pie del cañón”, sin descanso, velando por nuestra seguridad y
poniendo en riesgo su salud. Me refiero al colectivo de la Seguridad Privada.
Los
vigilantes, esos señores que vemos en Renfe, en los aeropuertos, en los centros
comerciales, en organismos públicos y en tantos otros lugares, colaboran en una
labor fundamental que es proveernos de seguridad para que podamos vivir sin
sobresaltos, con tranquilidad, componentes todos ellos de nuestra libertad. Sin
seguridad no hay libertad, impera la ley del más fuerte y si no fijémonos en
los países donde la seguridad es precaria. Pero su labor será aún más
importante en los albores de una crisis económica sin precedentes que
producirá, sin duda alguna, una elevación de la conflictividad social y de la
inseguridad.
Cada
vez más, la seguridad privada se considera una parte indispensable del conjunto
de medidas destinadas a la protección de la sociedad y a la defensa de los
derechos y legítimos intereses de los ciudadanos. Y esto no lo afirmo yo, es lo
que se refleja en el Preámbulo de nuestra Ley de Seguridad Privada, que
considera la misma como vital para nuestra sociedad.
Entendiendo
la importancia de la seguridad privada, podemos realizar un ejercicio de
análisis para entender cómo se lleva a cabo y si los profesionales que la
ejecutan lo hacen dotados adecuadamente. Podemos para ello comenzar por el
lenguaje, porque nuestras expresiones son la fiel representación de nuestros
pensamientos. Atendiendo a ello, deberíamos entre todos, desterrar ese
despectivo término de “segurata”, tan ampliamente difundido. Este no es un
término cariñoso, ni alagador, es un término que encierra un cierto desprecio
por los profesionales que llevan a cabo estas tareas. Nuestros vigilantes no
son seguratas, son profesionales de la seguridad privada y se merecen el mismo
respeto que cualquier otro profesional. Este respeto es muy importante porque
uno respetamos todo aquello que reconocemos como útil y criticamos o
caricaturizamos aquello que no nos parece serio o importante.
Entre
los que no respetan la labor de los miembros de la seguridad privada es fácil
escuchar argumentos como que carecen de una preparación adecuada. Esto es
literalmente falso. En nuestro país se conceden las licencias profesionales,
que habilitan para el ejercicio de la profesión, después de superar los cursos
establecidos por ley. Es cierto que la mejora en la preparación debe ser un
objetivo constante y mejorar la misma es un elemento que produce de inmediato
una mayor dignificación de la profesión, pero también lo esque la mejor
cualificación debe ir acompañada de una mejor remuneración y esto,
lamentablemente, si que no es así.
La
mayor parte de los profesionales de la seguridad privada reciben sueldos
francamente mejorables que sólo se ven incrementados con la realización de
jornadas maratonianas. Y esto no es el resultado de que las empresas de
seguridad paguen bien o mal, sino de que las empresas contratantes tienen una
valoración de la seguridad como un gasto y no como un beneficio. Esta cultura,
ampliamente difundida entre las empresas de nuestro país, hace que se contraten
los servicios de seguridad privada al mínimo precio posible, cuestión de origen
legítima pero que pierde la legitimidad cuando esto se produce a costa de
disminuir los estándares de seguridad a niveles inconcebibles. Y con esta
cultura instalada en nuestros genes empresariales, es difícil pagar bien a los
profesionales de la seguridad.
Otra
cuestión importante, que redunda en la seguridad de los propios profesionales y
en la calidad del servicio que llevan a cabo, es la permanente sensación de
indefensión, la sensación del “vigilante vigilado”. En todos los medios de
comunicación, sobre todo en las redes sociales, se reproducen a diario vídeos
en los que se pueden observar errores o acciones reprobables de algunos
profesionales de la seguridad privada. Es cierto que algunas se producen, pero
también lo es que son absolutamente minoritarias y que es injusto que la
actividad de unos pocos empañe la labor ejemplar de todo un colectivo. Hace un
tiempo me envió un colega de Brasil un vídeo curioso, que refleja esta
situación de la que hablamos. Dos vigilantes de seguridad intentan reducir a un
individuo en el metro, bajo los efectos aparentes del consumo de sustancias
psicotrópicas o con algún problema mental. Una señora, junto con su hija, se
pone inmediatamente a grabar la detención y a solicitar a gritos que no le
hagan daño, que le suelten. En el forcejeo el individuo logra zafarse de los
vigilantes y en su huida se lleva por delante a la hija de la señora que
inmediatamente cambia de discurso para solicitar que atiendan a su hija que
está herida y que le detengan. Inmediatamente uno de los vigilantes procede a
atenderla y el otro sale en busca del agresor. ¡¡¡Cuánto ganaríamos si a veces
procediéramos a pensar antes de hacer y a reflexionar antes de gritar!!!.
Siguiendo
con nuestra reflexión podemos afirmar que existen varias cuestiones que
provocan que estas situaciones ocurran. Por una parte, nuestros vigilantes
actúan en muchas ocasiones como primera barrera ante el delincuente o
infractor, pero no son identificados como “agentes de la autoridad”, debiendo
sin embargo, tal y como establece la Ley de Seguridad Privada, en su artículo
32, punto 1, apartado d: “En relación
con el objeto de su protección o de su actuación, detener y poner
inmediatamente a disposición de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado a
los delincuentes y los instrumentos, efectos y pruebas de los delitos, así como
denunciar a quienes cometen infracciones administrativas”. Y esto se cumple a
rajatabla. Uno o dos vigilantes de seguridad privada, armados con una defensa
(porra) que no utilizan por miedo a ser denunciados, unos guantes anticorte
comprados por ellos mismos, unos grilletes y un walkietalkie, reducen al delincuente
y cuando se personan los agentes del Cuerpo Nacional de Policía, la Guardia
Civil o las policías autonómicas, pertrechados con guantes anticorte, uniforme
con protecciones, chaleco antibalas, grilletes, comunicación con su base y una
pistola de 9 mm parabellum, proceden a entregárselo. ¿Observan ustedes alguna
diferencia?.
Por
otro lado, es cierto que en algunas actuaciones ejecutadas por miembros de
seguridad privada se observa la aplicación de técnicas de reducción e
inmovilización no muy depuradas o poco entrenadas. Esto índice directamente en
la posibilidad de herir o lesionar al detenido o en la de lesionarnos nosotros
mismos. Es necesario por tanto una mejor preparación y un mayor entrenamiento
en la ejecución de estas técnicas para evitar daños innecesarios e imágenes que
se conviertan en las redes en el “espectáculo de turno” para perjudicar la
imagen de todo el colectivo de la seguridad privada. Pero también debemos tener
en cuenta que el profesional de la seguridad privada, en innumerables ocasiones,
no se emplea a fondo por temor a ser grabado, a ser denunciado por detención
ilegal o a sufrir las iras del detenido o sus acompañantes. Son numerosos los
casos de compañeros que han sufrido agresiones brutales y en el vértice
contrario, cuando se emplean a fondo y son denunciados, por artimañas de
abogados sin escrúpulos y de una ley insuficiente, se encuentran en situación
de desamparo y finalizan despedidos de su puesto de trabajo. Evidentemente, con
una situación así cualquiera se mide mucho para actuar.
Al
final resulta que tenemos unos profesionales que no disponen de los medios
adecuados, que llevan a cabo sus labores al amparo de una ley insuficiente que
les produce inseguridad jurídica, que no están bien pagados y, a pesar de ello,
nunca dejan de cumplir con su trabajo, aportándonos seguridad y tranquilidad a
todos y prestando un apoyo a las FCSE de incalculable valor. Esto no se qué
premio se merece, no se si se merece un aplauso o no, pero lo que si se es que
se merece el respeto y que intentemos pagarle su abnegación con un poco de
cariño y reconocimiento.
Jorge Gómez Pena
CEO de HSI Consulting
Director y Jefe de Seguridad
Detective Privado
Oficial del Cuerpo General de la Armada en la Reserva
Vocal área de INTELIGENCIA de ADISPO y AIMCSE